D
icen por ahí que la historia la escriben los vencedores.
Yavé escribió la suya.
Dicen también que los vencidos, que no escribirán ya más historias, están ensombrecidos, relegados al cajón oscuro del olvido, a la fría noche de la ignominia. Allí permanece de cabeza el señor de la luz, Lucifer. El ángel caído, el ángel vencido.
Enemigo de todos los tiempos del gran Yavé, el caído es en la historia un sin-historia, y nadie sabe más de sus razones que un ligero deseo de poder. Ambición. ¿Y para qué lo querría Yavé? ¿qué haría el viejecito implacable, luego tan sacrificado con el hijo, con tanto poder?
Sólo hasta caer la tarde, caminando por entre sus flores, se dio cuenta del hambriento mordisco de la creada, que de tan sabroso el fruto fue con el creado. ¿Por qué dicen que todo lo ve, que todo escucha, que todo lo sabe?
Si de los frutos de ese árbol no querías que comiera, por qué lo hiciste tan atractivo, para qué lo pusiste en medio del jardín que con tanto orgullo creaste, por qué no lo cobijaste de espinas, de esas mismas con las que adornarías la cabeza del cordero.
Estuvo bueno el fruto; el diablo tenía razón. Lo que me ha causado indigestión y dolor es aquello que pude recordar luego, aquello que me decías antes del pérfido bocado, aquella pendejada de henchid la tierra. Cómo lo habría hecho sin las dulzuras preliminares de aquella tierna manzana.
Ahora henchida, me pregunto qué he hecho y, más aún, me pregunto si tenías razón. Me pregunto en las tardes qué clase de dios eres que no te das cuenta de que henchir la tierra es destruirla, ultrajarla. Pero veo que así tratas a tu consorte, así a la mujer de la que arrancaste hijas e hijos. Así pagas a la mujer que te dio jardines y criaturas, mares y montañas bajo un mismo cielo pincelado para tu orgullo y vanagloria. Me pregunto qué clase de dios eres, también en la mañana, cuando leo, o veo, o escucho, o todo eso, las noticias y sé de tanta miseria e injusticia, y esos tantos te ruegan y alguien dice que tú los escuchas. Qué miserable eres tú, qué injusto eres tú, que no te conmueve el llanto de la madre que clama, o el grito de la niña manchada, o el sudor de las frentes azotadas, o el sufrimiento de las bestias explotadas, o el clamor de los bosques decapitados; esos también son tus hijos, esos también son mis hermanos y, al menos a mí, me duelen. Entiendo que como eres dios nada de eso te perturba.
Si este es tu reino, el que tú creaste, el que diriges con sabio y amoroso tino, qué será de uno que no dirijas. Me gustaría escuchar la opinión silenciada del diablo, la voz encarcelada del caído, la voz acallada, la no-voz, ese al que tus santos mientan señor del averno. Te confieso, aunque seguramente tú lo sabes antes de que yo lo diga, que me gustaría conocer los planes del diablo, echarle un vistazo a su proyecto, a su visión de mundo. En este yo conozco mujeres y hombres tan correctos que su corazón tan fariseo, tan falso, les gana un buen vivir; me gustaría conocer, en ese mundo del diablo, a un ser tan fariseo que su corazón tan correcto le obsequie la misma y placentera vida. ¿Cómo sería el mundo si gobernará el diablo y tú, amorosísimo Yavé, fueses el confinado, el proscrito relegado a las sombras?
Imagino que el diablo enviaría a su primogénito a disfrutar liberando a los mortales de esa enfermedad que llaman Bien –que, por cierto, aún en tu reino es enfermedad y cosa rara–, imagino que no lo enviaría a padecer en carne y alma el dolor que tú destinaste al tuyo, que si tanto amor te embargaba debiste encarnarte tú mismo y transitar el dantesco calvario que con gran sadismo preparaste. Así, después de muerto, verte resucitado te hubiera hecho más glorioso, habiendo escapado el mismísimo Yavé a las cadenas de su propia muerte; un magnífico e inigualable acto de escape, seguido del cual te verían tus hijas e hijos recorriendo el azul celeste en alguna de esas fogosas carrozas de máximo confort desde las que te ufanas mirando en derredor, con tu mentón levantado.
Pero ya que somos tan poca cosa para que tus inmaculados pies toquen el terruño humano, por lo menos evita, en lo futuro, tanto descaro y recuerda que los más ricos están mejor preparados y más apertrechados para recibir las desgracias naturales, que se les mandas casi todas a los más pobres, y ni hablar del resto de las desgracias, que alguno dirá porque son brutos los pobres, hechos como fueron a tu imagen y semejanza. Está hecho tu mundo, éste, para los inteligentes y abonados de razón, tanto que nada les importa devastar la tierra y padecer sus consecuencias; definitivamente son hijos tuyos, deslumbrantes de tanta magnificencia.
Yo que soy nada ante ti te aconsejo dejar de mentir y olvida aquella necedad de no odiar y de perdonar a nuestros deudores, recuerda que como reza tu santo bestseller tuyos son el día y la noche, el bien y el mal, los cuales conocimos por aquél antiguo mordisco. Ten presente que nuestros deudores, siendo astutos como serpientes, esperan les perdonemos para volvernos a deber y parecer a tus ojos limpios de pecado una vez perdonados. Si algo yo te debo, no me perdones; cómo podría desear perdón de un ser como tú, tan glorioso, tan espléndido. No te preocupes por mí; y olvida ese cuento del coco o el diablo con el que persigues incautos e inocentes.
Como seguro estoy que tu paraíso es ilusión de tontos, porque el que creaste hace miles de años ya lo volviste un asco, prefiero darle una ojeada al infierno, a ver si encuentro gentes sabias como las que se topó Dante, que apenas por no haber bañado sus frentes en aguas a ti consagradas los relegaste sin más a aquél círculo oscuro, sin juicio, porque tú eres grande. Y esa fue la ficción de Dante, pero tus santos la disfrutan y apoyan.
Seguro como estoy de que eres tan falso como un espejismo, ya no quiero recibir ni tu nombre, ni tu herencia, ni tu nada. Mi infinitésima parte guárdasela a los que más tienen, ellos, como lobas hambrientas, la ansían sobremanera. Desde ahora proclamaré el verdadero hogar, hijo de un verdadero padre, El Sol, hijo de una verdadera madre, La Tierra; ellos no se llaman porque no tienen nombre, a diferencia de ti que te haces llamar yavé, jehová, dios, señor. Ellos sólo están ahí, existiendo de alguna manera. Hereje e idólatra visión, sí, pero ¡cuánto la disfruto!
En cambio, tú yavé cuánto mal has hecho, protervo impostor, mira que nombrarte dios, mira que nombrarte dios único; cuánta modestia, cuán poca ambición, cuán buenas tus intenciones al dirigirnos como ratas enjauladas.
No lo olvides, la historia la escriben los vencedores, hasta que el diablo asoma la cabeza.